EL ASTERISMO DE MAX BUCAILLE
El viaje del ojo a la mente no es tan fácil como podría pensarse. Aún más difícil es hacer que un gesto se aleje del instinto que lo formó, o que el azar lo traicione, para llegar a la mente y activarlo. El pintor podría ser ciego; lo que su mano ha trazado sobre la hoja o el lienzo no está al alcance de su propio ojo, pase o no por nuestra mirada, llegue o no a nuestra mente. Una pintura que no traspase inmediatamente el umbral de la visión, que no engulla, nada más ser vista, al sujeto perceptor y se imprima en todas sus fibras, es mera bagatela: una alfombra, un adorno, retórica. Y es a través de la mente, no del ojo, como volvemos al cuadro, como nos sumergimos en él para vivir una nueva vida, propia y en su conocimiento. Este ir y venir, este relevo, se produce tan rápidamente que apenas somos conscientes de lo que nos gusta o disgusta. Nuestra ansiedad ante una obra de arte, la alarma que nos hace sentir, y luego el proceso de identificarnos con ella, de familiarizarnos con ella, sólo lo analizamos por negación, cuando el encanto (el shock o la seducción) no funciona, cuando no despierta nada secreto en nosotros, nada que podamos temer o esperar, nada que sea nuestro vicio más profundo y que mañana, gracias a él, será nuestro «gran pecado radiante». A veces sentimos lo mismo, golpeando el mismo teclado de nuestros sentidos y de nuestra inteligencia, cuando contemplamos un dibujo en blanco y negro y una pintura en colores vivos o sutiles. Me parece que hay aquí una anomalía a la que no hemos prestado mucha atención y cuya resolución arrojaría, sin embargo, alguna luz sobre la naturaleza de la actividad estética. La conclusión que sacaríamos de este examen sería sin duda similar a la que se nos impone sin el menor razonamiento, a saber, que el color, o la línea, o la forma, o la materia -tan agitadas en los últimos años-, aunque puedan ser propicias al arte, no son nada en sí mismas y nunca prescinden de la intervención, del sueño, de la danza, de la iluminación, todo lo cual es poesía.
Vivimos en medio del Cosmos, y por poco frecuente que sea el senderismo en esta estación, sentimos que se acerca el momento en que todo el mundo encontrará un camino para su paseo dominical. Cuando la humanidad haya atravesado su propia galaxia y las dos o tres vecinas, cuando haya explorado Marte y Venus, fotografiado sus paisajes y cielos, y construido allí sus quintas y casinos, entonces mañana buscaremos entre las obras de los pintores -que hoy abundan- que pretenden describir los espacios interestelares y los rostros de las estrellas, las obras más «representativas», las que mejor habrán previsto esta nueva realidad, tan vieja como el mundo, cuya imagen exacta nos entregará entonces la fotografía. Apostaríamos Perú a que esta confrontación será poco provechosa, y muy poco interesante. Cuanto más escrupulosamente cósmicos sean los lienzos, más cerca estarán del cosmos real, y con mayor seguridad serán archivados como viejas estampas, que ya acumulan polvo, mostrando animales exóticos dibujados por los concienzudos y sedentarios artesanos del siglo XVI según las descripciones aproximadas de los viajeros. Esta pequeña curiosidad histórica y científica tendrá el efecto de eliminar del departamento de arte muchas de las producciones contemporáneas. De todas las obras llamadas cósmicas (como nos gusta llamar a los cuadros de Max Bucaille) o caosmicas (si preferimos la palabra favorecida, después de James Joyce, por nuestro amigo el pintor Asger Jorn), sólo quedarán las que resulten ser eminentemente falsas, lo más alejadas posible de la verdad banal que ofrece el ojo kodak, las obras que continuarán en la mente la empresa soberana de la estupefacción, con sus sobresaltos y destellos, sus miedos pánicos y sombras de serenidad, y que seguirán batiendo con viento furioso la bandera de la aberración. Lo mismo ocurre con los admirables libros de Cyrano de Bergerac, que ningún cosmonauta tomaría como guía a la hora de visitar la Luna o invertir en el Sol. En cuanto a los que temen que los cuadros de Max Bucaille prefiguren los mundos a los que podemos vernos obligados a ir, que se tranquilicen o que su miedo tome otro cariz: no es de esa Luna ni de ese Sol de lo que estamos hablando. Ni Cyrano se preocupó por ello, ni Max Bucaille hoy. Hace tiempo que los hombres habrán plantado sus banderas y construido sus cuarteles donde saludan a los colores por doquier, y nosotros seguiremos deslizándonos por los glaciares ardientes del espíritu y seguiremos oyendo el rumor de las estrellas en nuestro interior.
Noël ARNAUD